Restitución y repartición de tierra

Emilio Uranga, Columna “Examen”, La prensa, 9 de  agosto de 1963, p. 8

*Tomado de la Hemeroteca Nacional de México

Podemos celebrar los mexicanos la fecha del 6 de agosto de 1913 como el día en que de modo efectivo, por la fuerza de los hechos y de las armas, se hizo el primer reparto de tierras de un latifundio llamado Los Borregos, que fuera propiedad del señor Félix Díaz, famoso sobrino del general Porfirio Díaz. Esta hacienda situada en Matamoros, Tamaulipas, fue entregada a los campesino por el general revolucionario Lucio Blanco.

Por una fácil confusión, todo reparto agrario fue amparado desde entonces bajo la especie de una restitución, queriendo significar con ello que los campesinos mexicanos habían sido despojados de sus tierras desde la Conquista española y expoliados literalmente de las que la Corona les dejo, como herencia de la época colonial, por obra de las compañías deslindadoras y los hacendados del porfirismo.

¿Todo era definitivamente restitución? ¿Qué prestigio se cernía sobre la idea de un reparto de las tierras? Si todo era restitución, más allá de proteger al campesino de ser nuevamente despojado de sus tierras, no tocaba ya hacer otra cosa al Gobierno. Y efectivamente así echó andar a propósito. Aunque se prefirió el nombre de reparto, en la realidad no fue sino la devolución de una propiedad usurpada. Lo que hubiera de hacer con esa tierra el restituido era asunto que ya no causaba mayor preocupación. Eso sí: desde la constitución política del 17, el uso y abuso de las tierras redujo a la forma de usufructo.

En cambio la idea de un reparto, auténticamente entendido el concepto, llevaba tras de sí toda una filosofía y no simplemente una historia de usurpación y despojo. Don Wistano Luis Orozco publicó años antes que estallara la Revolución Mexicana un opúsculo en que filosofaba por lo ancho y lo hondo acerca de las ventajas de la pequeña propiedad sobre el latifundio. La línea del argumento era la siguiente: las tierras hacendarias son tierras muertas. Los propietarios se contentan con lucir sus títulos de propiedad y con cultivar para su boato menos del 10% de sus heredades. El resto se convierte en terrenos baldíos, mientras que los pequeños propietarios se tienen que conformar con adquirir los resquicios que dejan las haciendas en las laderas mismas de los montes. Si cambiará el régimen de propiedad se obtendría el beneficio de un magnífico 90%  de tierras buenísimas que los latifundistas condenan criminalmente a la esterilidad. El ejemplo paradigmático de sus razones lo veía en la prosperidad del valle Jerez, Zacatecas, en que la tierra estaba repartida en pequeñas porciones, y la muerta del valle contiguo propiedad de un latifundista ocioso y feudal.

La necesidad de una repartición de tierra tenía en estos sistemas muy poco que ver con la restitución a sus legítimos propietarios. No movía a esta ideología el interés de ser justos con los indios, sino de fomentar la ambición de una numerosa clase media de agricultores a la moderna, a la americana, deseosos de poseer una extensión de tierra y cultivarla con los recursos de la técnica, de la química y de la agronomía novísimas.

Es indudable que la Revolución Mexicana surgió motivada por dos nociones muy diferentes. La contradicción entre la hacienda y la pequeña propiedad por un lado, y contradicción distinta, por otro lado, entre el latifundio y la restitución justiciera a sus primeros propietarios. No se puede desde luego determinar qué contradicción fue más eficaz y explosiva en el surgimiento de la revolución. Los utopistas dirán con Justo Sierra que el pueblo mexicano, en las vísperas de 1910, “tenía sed de justicia”, y los científicos disertarán dialécticamente sobre la inexorabilidad de la pelea dada la tensión objetiva entre hacienda y pequeña propiedad que condenaba, al pasado y a la refutación, a la hacienda y le concedía futuro a la pequeña propiedad.

Pero la consecuencia de este cruce de intenciones ha sido a la larga desafortunada: nuestra reforma agraria no se parece todavía en nada a una auténtica revolución en el campo. Los Estados Unidos, y más recientemente Francia, son países que nos ofrecen los envidiables ejemplos de revoluciones agrícolas de una magnitud y perfección dignas del más concienzudo estudio y de la más generosa admiración. ¿Por qué no hemos hecho los mexicanos de nuestras tierras un emporio agrícola? No ganamos nada con decir que se trata de tierras pobres, pues la industria podría convertirlas en ricas y abundantes. Lo más que podemos afirmar en plan de optimismo y de confianza es que nuestra reforma agraria, andando el tiempo, se ha convertido en un base para que el día de mañana hagamos nuestra obligada revolución agraria, la industrialización del campo, la elevación consistente del nivel de vida de los campesinos, etc.

Lo que si no vimos surgir fue esa numerosa clase media campirana que a imitación de los colonos americanos se hubiera entregado a la tarea de conquistar todo el territorio con su evangelio de la pequeña propiedad a la moderna. ¿Quién se inventó estos millones de colonos como fuerza revolucionaria? Los epígonos del liberalismo como Wistano Luis Orozco y Andrés Molina Enríquez.

 

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